martes, 23 de abril de 2013

El cuento de la crispasión y el consenso: por qué Cristina metió 12 millones de votos

(PUBLICADO EN INFOBAE:  http://bit.ly/11IvwQW)

Analizar el #18A a través de las consignas que lo atravesaron y pensarlo en función del acontecer democrático de la última década permite trazar un diagnóstico menos urgente que el que devuelve la agenda diaria: el kirchnerismo, en tanto una modalidad histórica concreta del populismo peronista (Artemio López dixit), ha realizado enormes esfuerzos para fortalecer, consolidar y ampliar la democracia, y quienes todavía no han aportado en ese sentido son los integrantes de la oposición política.

El #18A fue, antes que una protesta contra el Gobierno Nacional, una querella contra la ausencia de un programa de gobierno opositor que dispute hegemonía con el peronismo kirchnerista.

Probablemente, el grueso de los participantes de la masiva movilización no la caracterizaría de este modo. Pero a la luz de la experiencia histórica reciente y del desarrollo del ámbito político en el marco democrático, es atinado enfocar el #18A desde una perspectiva menos coyuntural.

¿Cuál es el aporte histórico del populismo peronista en su versión kirchnerista a la democracia argentina? En términos de la politóloga Chantal Mouffe, que reinterpreta a Carl Schmitt como base para la tesis sobre la democracia que desarrolla en el libro En torno a lo político, el proyecto político-social-cultural iniciado por Néstor Kirchner en 2003, y profundizado por Cristina Fernández, ha introducido un eje disruptivo en el seno de la democracia liberal racionalista: el debate “agonista”.

La concepción agonista define “lo político” como “la dimensión de antagonismo” constitutiva de las sociedades humanas. A diferencia de la concepción liberal racionalista, reconoce que hay conflictos en pugna y que la forma de resolverlos no es a través de consensos racionales o morales totalmente inclusivos (todo consenso se basa en actos de exclusión). La concepción agonista entiende que la especificidad “de la política democrática no es la superación de la oposición nosotros/ellos”, sino expresarla en formas compatibles con la democracia pluralista. Para ser aceptado como legítimo, el conflicto debe aportar a la asociación política, y no a su destrucción. Deben conservarse los vínculos entre las partes en conflicto para que los oponentes no se conviertan en enemigos a ser erradicados.

Desde 2003 a esta parte, el kirchnerismo ha introducido esta saludable variable democrática que, al menos desde 2007 en forma explícita, ha sido combatida en términos antagónicos por determinadas corporaciones (estableciendo en el Gobierno Nacional un enemigo a erradicar). Estrategia a la que, lamentablemente, la inmensa mayoría del arco opositor se ha plegado sin más.

El kirchnerismo ha sido siempre muy frontal y honesto en cuanto a su programa y su aplicación, su práctica política, su anclaje ideológico y la gestión de gobierno. Su mito de gobierno (“Relato”, para la prensa opositora) es perfectamente compatible con la delimitación de sus adversarios: el neoliberalismo político y cultural, la ortodoxia económica internacional, las corporaciones que condicionan y debilitan la política, las prácticas de derecha.

El kirchnerismo delimitó su práctica y su ideario, definió sus adversarios y confrontó con ellos sosteniendo su posición, subrayando con vehemencia las diferencias coyunturales e históricas. Claramente, se interpretó y se proyectó como una experiencia contrahegemónica ante la democracia liberal constituida por formas sedimentadas de relaciones de poder, introduciendo nuevos sentidos y campos de aplicación.

El kirchnerismo fortaleció las instituciones democráticas para encauzar y definir los conflictos: el parlamento volvió a ser escenario de debates de fondo, los turnos electorales son verdaderas instancias de democracia participativa en la que el oficialismo se expone explícitamente redoblando la apuesta a su proyecto (además, propició y aplicó una reforma política que instituyó las PASO y que fomentó la equidad para el financiamiento de los partidos).

En definitiva, la irrupción del peronismo populista en su modalidad kirchnerista vino a confrontar con el orden social hegemónico establecido a lo largo de décadas por el liberalismo racionalista, de corte instrumental o moral. Al exponer una tensión democrática entre posiciones políticas, el kirchnerismo brindó herramientas de identificación colectivas lo suficientemente fuertes como para movilizar pasiones en torno a su proyecto. No escondió la política. La fortaleció y prevaleció: los turnos electorales presidenciales son la evidencia.

El #18A está, desde su concepción, en las antípodas de la tésis agonista porque su finalidad última es erosionar la legitimidad del gobierno nacional. Es una movilización (como la del #8N o el #13S) ideada y ejecutada a la luz de las nuevas formas que toma en Sudamérica, la tensión entre la política (y los gobiernos centrales de centroizquierda de corte popular) y las corporaciones que habían venido marcando el pulso económico, social y político en la región.

Los grupos de medios son la punta de lanza de esta disputa. Como expresó Santiago García Castro en un trabajo que analiza los estudios culturales y el concepto de ideología de Louis Althusser: “La cultura medial se ha convertido en el lugar de las batallas ideológicas por el control de los imaginarios sociales (…) los medios contribuyen a delinear nuevas formas de subjetividad, estilo, visión del mundo y comportamiento. La cultura medial es el aparato dominante hoy en día: su ventaja es que sus dispositivos de sujeción son mucho menos coercitivos. No estaríamos frente al poder disciplinario de la modernidad criticado por Foucault, sino frente al poder libidinal de la globalización”.

El #18A fue una convocatoria profundamente ideológica desde el punto de vista programático (la propuesta de acción) de los convocantes. Pero la red de activistas 2.0, los políticos opositores y los medios que hicieron de caja de resonancia son apenas la parte visible.

Los verdaderos hacedores del #18A tienen un programa sociopolítico para desarrollar. Es un programa en mucho de sus puntos inconfesable, porque debería admitir la centralidad de intereses que no confluyen con las demandas de la mayoría de los ciudadanos. Es en este punto donde radica el rasgo peligroso de este tipo de convocatorias: al no tratarse de una convocatoria explícitamente política, en donde se reivindica un modelo, un programa, actores que lo interpreten y experiencias históricas que lo sustenten, se esconden los verdaderos motivos e intereses. Entonces, la confrontación democrática entre modelos en pugna es reemplazada por una confrontación entre formas esencialistas de identificación o valores morales no negociables.

Entonces vemos el tono agresivo general en las consignas y en la expresión de los manifestantes (que dicho sea de paso, sólo pueden verse en vivo a través del programa 678). Sin embargo, el comportamiento político-social de cada uno de los participantes del #18A no necesariamente confluirá en la dirección que sus hacedores esperan. Es que probablemente en este tipo de manifestaciones (la tercera en los últimos meses) se estén generando demandas políticas que ya no podrán ser saciadas sólo con consignas morales. Una de esas necesidades bien podría ser la de encontrar identificación política, un proyecto definido que interpele y contenga. Y está claro que el rejunte discepoliano no es una opción.

Estas movilizaciones podrían ser un boomerang para sus hacedores reales, en tanto los dirigentes opositores que pretenden capitalizarlas no ofrezcan nada más que gestos politiqueros para el prime time, y continúen autoflagelándose actuando, apenas, como caja de resonancia de Clarín. Lamentablemente para esos dirigentes y funcionarios, la receta es la que viene recomendando Cristina Fernández de Kirchner hace mucho tiempo: dedicarse a fortalecer lo político, explicitar un programa y una gestión definida en función de los intereses que consideren centrales, ofreciendo debates en los que se defienda la coyuntura y se reivindiquen las experiencias históricas que lo sustentan. En definitiva, fortalecer la democracia agonista. Al kirchnerismo mal no le fue. Revisar los números de las últimas elecciones quizás aclare el panorama.