Sobre fin del año pasado los análisis políticos a corto y
mediano plazo coincidían en una visión que tenía sustento en el contundente
triunfo electoral que había conseguido la Presidenta Cristina Fernández de
Kirchner en las elecciones de octubre: la arena sobre la cual se debería
asentar el debate político por venir debería ser un “terreno común de
discusión, una agenda compartida que permita establecer acuerdos y disputas”.
(Edgardo Mocca, “Lo que vendrá”, LE MONDE diplomatique edición 149. Noviembre
2011).
Esa intención estaba atada a una hipótesis que, se suponía,
se desprendía del análisis de una realidad irrefutable (porque había sido
cuantificada: más de 11,5 millones de votos): los poderes reales, la oposición
política y mediática ya no podrían batallar sobre la legitimidad del ciclo de
gobierno kirchnerista. Principalmente, porque sería una forma de soslayar la
voluntad de una mayoría que, como pocas veces en la historia política del país,
había confluido en un respaldo que contradecía las construcciones simbólicas y
comunicacionales que el bloque de clases dominantes expresaba a través de sus
medios y sus gerentes políticos.
Esta forma de abordar el análisis político parece un poco
ingenua, pero en realidad se inscribe en la concepción de una democracia siglo
XXI atravesada por lo que la politóloga Chantal Mouffe explica como “la
creación de una esfera pública vibrante de lucha agonista, donde puedan
confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos”. Esta teoría viene a
confrontar con lo que Mouffe describe como “un Zetigeist (clima intelectual y
cultural de una época) pospolítico” que inspira “el ‘sentido común’ en la
mayoría de las sociedades occidentales”: una segunda modernidad en donde las
identidades colectivas están “debilitadas” y eso posibilita “un mundo sin
enemigos”, una “democracia dialógica” que expresa una “visión antipolítica que
se niega a reconocer la dimensión antagónica constitutiva de ‘lo político”.
Según la politóloga belga esta teoría tiene como objetivo establecer un mundo
“más allá de la izquierda y la derecha, más allá de la soberanía”, lo que
revela “una falta total de comprensión de la dinámica de constitución de las
identidades políticas” y que, además, contribuye a “exacerbar el potencial
antagónico que existe en la sociedad”.
La tesis de Mouffe parece espejar (en al menos una
dimensión) en la realidad política nacional: una fuerza política que ejerce la
titularidad del Poder Ejecutivo a la que se le puede reconocer, como principal
atributo, la voluntad política inquebrantable de generar debates que revisen
los paradigmas que sustentaron la sociedad neoliberal de los últimos 35 años; y
que lo hace desde su enfrentamiento con las corporaciones. Enfrente de ese
movimiento, un archipiélago de expresiones políticas deshilachadas apenas
cohesionadas por un autismo cerril, y formateadas por el discurso anacrónico
que el bloque de clases dominantes produce en cadena a través de su dispositivo
de medios.
¿Como se saldó ese choque (al menos en la instantánea del presente)?
La respuesta es cuantitativamente implacable: 54%. Sin embargo, la
imposibilidad de establecer una esfera de “lucha agonista” encorseta la
democracia y le resta posibilidad de seguir adquiriendo volumen y, al mismo
tiempo, la falta de esa lucha es funcional a los poderes reales que todavía
buscan dirigir la democracia ataviados de eufemismos que endulzan algunos oídos
desprevenidos (mercados, libertad de expresión, República –concepto vaciado
salvajemente de contenido por los actores principales de la politiquería prime
time y los relatores de la literatura política trending topic-).
UN DEBATE
Al mismo tiempo, un debate que resumía la intención de
comprender más cabalmente el entramado de complejidades que condiciona las
democracias del siglo XXI, atravesaba algunas unidades básicas kirchneristas:
¿era demasiado ingenua la pretensión de constituir una esfera de “lucha
agonista”? Y al dar por descontado la desconexión de la realidad política con
aquella tesis: ¿cuáles son las formas y las herramientas que las corporaciones
adoptan para condicionar la democracia popular?
A diferencia de lo que ocurría dos décadas atrás, los
poderes fácticos (la banca privada, la Embajada, el mundo financiero, cámaras
patronales, las trasnacionales que monopolizan diversos sectores de la
economía, la fuerza mediática concentrada) se ven obligados a participar de la
política para legitimar su programa. Es decir, el partido militar y sus
irrupciones de facto ya no son una posibilidad, por lo que se tornó imperiosos
colonizar las estructuras partidarias y multiplicar furtivamente un sentido
común a través de la cadena de medios conservadores (con Clarín como punta de
lanza económica, y La Nación como ariete cultural).
“Considero que concebir el objetivo de la política
democrática en términos de consenso y reconciliación –explica Mouffe en su
libro “En torno a lo político”- no sólo es conceptualmente erróneo, sino que
también implica riesgos políticos (…) En lugar de intentar diseñar
instituciones que, mediante procedimientos supuestamente “imparciales”,
reconciliarían todos los intereses y valores en conflicto, la tarea de los
teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de
una esfera pública de lucha agonista, donde puedan confrontarse diferentes
proyectos políticos hegemónicos”.
En estos términos, la respuesta a la pregunta de más arriba
(¿cuáles son las formas y las herramientas que las corporaciones adoptan para
condicionar la democracia popular?) encuentra respuesta en la empiria política
de los últimos cuatro años, y en la farragosa agenda de la actualidad urgente
(al menos, esa agenda que formatean los medios dominantes).
Para el lector medio de diarios, para el televidente que
maneja rudimentos del discurso de la politiquería prime time, para el oyente
modelo de las radios más poderosas (cajas de resonancia del sentido común
metropolitanocéntrico y conservador), estos últimos años regalaron un par de
consignas maquinales que se pueden reconocer a distancia: la búsqueda
desesperada de consenso, la estigmatización de los debates con el concepto
“crispación” como ariete, y la repetición insana (cuya finalidad última es
expoliar el sentido profundo de los conceptos) de nociones como República,
instituciones y gobernabilidad.
Toda esa construcción simbólica está inscripta en el
“Zeitgeist pospolítico” que configura esa democracia libre de partisanos, “la
buena gobernanza” funcional a los poderes reales.
¿Pero qué pasa cuando esa “democracia dialógica” (digitada a
imagen y semejanza del bloque de clases dominantes) entre en conflicto, cuando
sus paradigmas más importantes son puestos en discusión desde un ágora político
resignificado en términos nacional-popular? Pues entonces, las herramientas y
las formas que utiliza el poder real para condicionar la democracia se tornan
explícitas: al repiqueteo cultural y comunicacional se suman las asfixias a las
que pueden someter (financiera,
económica, de mercados) y la acción coordinada con diversos actores
económico-fiancieros, políticos, institucionales y sociales (al presidente de
Ecuador intentaron bajarlo a través de una revuelta policial –el autogobierno
de las fuerzas-, las corridas bancarias son recurrentes a lo largo de la
historia, los “golpes de mercado” –se acuerdan del debate por la resolución 125
y se acuerdan de Mariano Grondona y Biolcatti expresando sus más profundosdeseos por TV-).
Hay un concepto fundamental que vertebra la estrategia para
erosionar las democracias populares que, en el inicio del siglo XXI, tamizan el
subcontinente suramericano: corrupción. La corrupción es el condimento que
sazona la “democracia dialógica” que dirigen los poderes reales, y el arma que
utilizan para condicionar cuando deciden que algún gobierno, por razones
programáticas, ya no es funcional.
La corrupción es el clivaje desde donde los medios, en
conjunto con el arco político opositor conservador, se paran para generar un
supuesto antagonismo entre los gobiernos terriblemente corruptos, y la sociedad
ultrajada por estos. Es un camino para derrumbar legitimidades construidas con
el voto popular. Es el burdo mecanismo para imponer una agenda venal. Es el
paroxismo del honestismo y la decadencia comunicacional de las tribunas de
doctrina. En Argentina, muchas veces esa estrategia se torna desembozada,
grotesca: la realidad y la fantasía son mercancías intercambiables. Las
técnicas utilizadas para construir estos castillos de naipes no reconocen
límites y el realismo mágico es, en comparación, un expediente burocrático.
Es la búsqueda de concreción de la “democracia dialógica”:
no hay antagonismos, no hay disputa entre proyectos políticos (sólo hay uno que
busca imponerse dialécticamente desde lo político); en su lugar, hay un
cuentito en clave Billiken que habla ligeramente de buenos y malos (que serían
los partisanos a los que hay que expulsar del paraíso de la “buena
gobernanza”). La literal desaparición de escena de alguna oposición política
seria confirma la tesis.
Por estos días, no resulta difícil discernir entre quiénes y
cómo buscan ampliar la democracia y la soberanía, de quiénes y cómo pretenden
limitarla y achicarla para conducirla como lo hacían 35 años atrás.
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