sábado, 7 de abril de 2012

La lucha agonista ante la "democracia dialógica" y la corrupción


Sobre fin del año pasado los análisis políticos a corto y mediano plazo coincidían en una visión que tenía sustento en el contundente triunfo electoral que había conseguido la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones de octubre: la arena sobre la cual se debería asentar el debate político por venir debería ser un “terreno común de discusión, una agenda compartida que permita establecer acuerdos y disputas”. (Edgardo Mocca, “Lo que vendrá”, LE MONDE diplomatique edición 149. Noviembre 2011).

Esa intención estaba atada a una hipótesis que, se suponía, se desprendía del análisis de una realidad irrefutable (porque había sido cuantificada: más de 11,5 millones de votos): los poderes reales, la oposición política y mediática ya no podrían batallar sobre la legitimidad del ciclo de gobierno kirchnerista. Principalmente, porque sería una forma de soslayar la voluntad de una mayoría que, como pocas veces en la historia política del país, había confluido en un respaldo que contradecía las construcciones simbólicas y comunicacionales que el bloque de clases dominantes expresaba a través de sus medios y sus gerentes políticos.

Esta forma de abordar el análisis político parece un poco ingenua, pero en realidad se inscribe en la concepción de una democracia siglo XXI atravesada por lo que la politóloga Chantal Mouffe explica como “la creación de una esfera pública vibrante de lucha agonista, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos”. Esta teoría viene a confrontar con lo que Mouffe describe como “un Zetigeist (clima intelectual y cultural de una época) pospolítico” que inspira “el ‘sentido común’ en la mayoría de las sociedades occidentales”: una segunda modernidad en donde las identidades colectivas están “debilitadas” y eso posibilita “un mundo sin enemigos”, una “democracia dialógica” que expresa una “visión antipolítica que se niega a reconocer la dimensión antagónica constitutiva de ‘lo político”. Según la politóloga belga esta teoría tiene como objetivo establecer un mundo “más allá de la izquierda y la derecha, más allá de la soberanía”, lo que revela “una falta total de comprensión de la dinámica de constitución de las identidades políticas” y que, además, contribuye a “exacerbar el potencial antagónico que existe en la sociedad”.

La tesis de Mouffe parece espejar (en al menos una dimensión) en la realidad política nacional: una fuerza política que ejerce la titularidad del Poder Ejecutivo a la que se le puede reconocer, como principal atributo, la voluntad política inquebrantable de generar debates que revisen los paradigmas que sustentaron la sociedad neoliberal de los últimos 35 años; y que lo hace desde su enfrentamiento con las corporaciones. Enfrente de ese movimiento, un archipiélago de expresiones políticas deshilachadas apenas cohesionadas por un autismo cerril, y formateadas por el discurso anacrónico que el bloque de clases dominantes produce en cadena a través de su dispositivo de medios.

¿Como se saldó ese choque (al menos en la instantánea del presente)? La respuesta es cuantitativamente implacable: 54%. Sin embargo, la imposibilidad de establecer una esfera de “lucha agonista” encorseta la democracia y le resta posibilidad de seguir adquiriendo volumen y, al mismo tiempo, la falta de esa lucha es funcional a los poderes reales que todavía buscan dirigir la democracia ataviados de eufemismos que endulzan algunos oídos desprevenidos (mercados, libertad de expresión, República –concepto vaciado salvajemente de contenido por los actores principales de la politiquería prime time y los relatores de la literatura política trending topic-).

UN DEBATE

Al mismo tiempo, un debate que resumía la intención de comprender más cabalmente el entramado de complejidades que condiciona las democracias del siglo XXI, atravesaba algunas unidades básicas kirchneristas: ¿era demasiado ingenua la pretensión de constituir una esfera de “lucha agonista”? Y al dar por descontado la desconexión de la realidad política con aquella tesis: ¿cuáles son las formas y las herramientas que las corporaciones adoptan para condicionar la democracia popular?

A diferencia de lo que ocurría dos décadas atrás, los poderes fácticos (la banca privada, la Embajada, el mundo financiero, cámaras patronales, las trasnacionales que monopolizan diversos sectores de la economía, la fuerza mediática concentrada) se ven obligados a participar de la política para legitimar su programa. Es decir, el partido militar y sus irrupciones de facto ya no son una posibilidad, por lo que se tornó imperiosos colonizar las estructuras partidarias y multiplicar furtivamente un sentido común a través de la cadena de medios conservadores (con Clarín como punta de lanza económica, y La Nación como ariete cultural).

“Considero que concebir el objetivo de la política democrática en términos de consenso y reconciliación –explica Mouffe en su libro “En torno a lo político”- no sólo es conceptualmente erróneo, sino que también implica riesgos políticos (…) En lugar de intentar diseñar instituciones que, mediante procedimientos supuestamente “imparciales”, reconciliarían todos los intereses y valores en conflicto, la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública de lucha agonista, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos”.

En estos términos, la respuesta a la pregunta de más arriba (¿cuáles son las formas y las herramientas que las corporaciones adoptan para condicionar la democracia popular?) encuentra respuesta en la empiria política de los últimos cuatro años, y en la farragosa agenda de la actualidad urgente (al menos, esa agenda que formatean los medios dominantes).

Para el lector medio de diarios, para el televidente que maneja rudimentos del discurso de la politiquería prime time, para el oyente modelo de las radios más poderosas (cajas de resonancia del sentido común metropolitanocéntrico y conservador), estos últimos años regalaron un par de consignas maquinales que se pueden reconocer a distancia: la búsqueda desesperada de consenso, la estigmatización de los debates con el concepto “crispación” como ariete, y la repetición insana (cuya finalidad última es expoliar el sentido profundo de los conceptos) de nociones como República, instituciones y gobernabilidad.

Toda esa construcción simbólica está inscripta en el “Zeitgeist pospolítico” que configura esa democracia libre de partisanos, “la buena gobernanza” funcional a los poderes reales.

¿Pero qué pasa cuando esa “democracia dialógica” (digitada a imagen y semejanza del bloque de clases dominantes) entre en conflicto, cuando sus paradigmas más importantes son puestos en discusión desde un ágora político resignificado en términos nacional-popular? Pues entonces, las herramientas y las formas que utiliza el poder real para condicionar la democracia se tornan explícitas: al repiqueteo cultural y comunicacional se suman las asfixias a las que pueden  someter (financiera, económica, de mercados) y la acción coordinada con diversos actores económico-fiancieros, políticos, institucionales y sociales (al presidente de Ecuador intentaron bajarlo a través de una revuelta policial –el autogobierno de las fuerzas-, las corridas bancarias son recurrentes a lo largo de la historia, los “golpes de mercado” –se acuerdan del debate por la resolución 125 y se acuerdan de Mariano Grondona y Biolcatti expresando sus más profundosdeseos por TV-).

Hay un concepto fundamental que vertebra la estrategia para erosionar las democracias populares que, en el inicio del siglo XXI, tamizan el subcontinente suramericano: corrupción. La corrupción es el condimento que sazona la “democracia dialógica” que dirigen los poderes reales, y el arma que utilizan para condicionar cuando deciden que algún gobierno, por razones programáticas, ya no es funcional.
  
La corrupción es el clivaje desde donde los medios, en conjunto con el arco político opositor conservador, se paran para generar un supuesto antagonismo entre los gobiernos terriblemente corruptos, y la sociedad ultrajada por estos. Es un camino para derrumbar legitimidades construidas con el voto popular. Es el burdo mecanismo para imponer una agenda venal. Es el paroxismo del honestismo y la decadencia comunicacional de las tribunas de doctrina. En Argentina, muchas veces esa estrategia se torna desembozada, grotesca: la realidad y la fantasía son mercancías intercambiables. Las técnicas utilizadas para construir estos castillos de naipes no reconocen límites y el realismo mágico es, en comparación, un expediente burocrático.

Es la búsqueda de concreción de la “democracia dialógica”: no hay antagonismos, no hay disputa entre proyectos políticos (sólo hay uno que busca imponerse dialécticamente desde lo político); en su lugar, hay un cuentito en clave Billiken que habla ligeramente de buenos y malos (que serían los partisanos a los que hay que expulsar del paraíso de la “buena gobernanza”). La literal desaparición de escena de alguna oposición política seria confirma la tesis.

Por estos días, no resulta difícil discernir entre quiénes y cómo buscan ampliar la democracia y la soberanía, de quiénes y cómo pretenden limitarla y achicarla para conducirla como lo hacían 35 años atrás.

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