De un tiempo a esta parte, el diario Clarìn forzó la construcción de una imagen inmaculada del ex Presidente Raúl Alfonsín, sobre todo desde la muerte del dirigente. La intención del gran diario argentino era contraponer esa ficcional creación con la no menos ficticia construcción acerca de Néstor Kirchner. Entonces, para Clarín, Alfonsín era el estereotipo del dirigente ideal: concensualista, respetuoso hasta la sumisión (esto no lo decía Clarín) con los medios, respetuoso de todas las ideas y prácticas, dialoguista, garante de la libertad de expresión. Kirchner era, según Clarín, la antítesis de Alfonsín: un desenfrenado político, ávido de poder y embarcado en una cosntrucción totalitaria que no respetaba nada ni a nadie.
Sin embargo en el último año y medio, en consonancia con la aparición de nuevos relatos que fueron contraponiéndose a la hegemonía mediática de los poderes concentrados, apareció otra imagen de la historia y de la realidad cotidiana. Así nos fuimos enterando como Alfonsín era (en buena hora) un político de raza, sanguíneo, confrontativo (hasta cierto punto) y con una claro tendencia a la prepotencia y cierto autoritarismo (hasta cierto punto, algo normal y lógio en dirigentes ejecutivos de ese calibre): apenas una semana después de asumir la presidencia en 1983, Alfonsín envió al Congreso, sin consulta ni diálogo, un proyecto de ley (ley Mucci) que iba directamente contra los sindicatos.
En ese sentido, podemos ver y escuchar un excelente discurso de Alfonsín en la Sociedad Rural, en 1988, cuando frente al abucheo del público y las chicanas que le habia tirado el presidente de la SR en su discurso (minutos antes del que pronunció el por entonces Presidente) se plantó y contestó con una retórica encendida que recordaba el comportamiento de la SR durante la dictadura e increpó, en la cara, al propio presidente de la SR.
También podemos verlo en este otro video tirandole piedras a Clarín. Vemos que Néstor no era el único que se calentaba con el Gran Diario.
Así las cosas, resulta muy interesante repasar algo de la historia de los operadores radicales en la década del 80 con los medios de comunicación.
http://elparajedeolivos.blogspot.com/2010_05_17_archive.html
Entre el 17 de noviembre de 1982 y el 27 de septiembre de 1986, se edito el diario “Tiempo Argentino”, dirigido por Raúl Burzaco. Carlos Ulanovsky en su libro “Paren las Rotativas” (Editorial Espasa, 1997) alcanzó a incluir en su “historia de los grandes diarios, revistas y periodistas argentinos” varias líneas sobre la era de “Tiempo”, incluyendo que luego de la apuesta editorial al frustrado triunfo del peronismo en 1983, el matutino propiedad del Grupo Bridas (Bulgheroni) y sus socios alemanes Carlos y Tomas Leonhardt pasó a ser controlado por la “Coordinadora” de Enrique Nosiglia. Dos años después, en 1999, Susana Carnevale con “La Patria Periodística” (Editorial Colihue) logró avanzar sobre la temática de la compra.
Ahora el libro de Gallo (actual editor de Política de Noticias) y Alvarez Guerrero (actual corresponsal en Buenos Aires del diario Rió Negro y ex revista TXT) viene a precisar detalles del control accionario hasta aquí desconocidos, a partir – entre otras fuentes – de haber logrado en vida el testimonio del propio Burzaco (fallecido el 9 de febrero de 2004). El DsD, reproduce entonces el capítulo mencionado.
Tiempo Argentino, el sueño del diario propio
Hacía un año que el gobierno de Alfonsín había asumido cuando Burzaco empezó a desconfiar. Raúl Horacio Burzaco dirigía el diario Tiempo Argentino desde su fundación a fines de 1982, cuando agonizaba la dictadura. El diario funcionaba en Lafayette al 1900, en las instalaciones de La Opinión, de Jacobo Timerman, expropiadas por los militares. Tras el fracaso militar, el matutino había jugado para el candidato peronista Ítalo Luder. Ante el nuevo panorama político abierto el 30 de octubre de 1983 con la victoria radical, Tiempo Argentino destilaba cierto tufillo opositor a las narices sensibles de la administración Alfonsín. No se sabe bien en qué momento fue, pero Burzaco comenzó a notar casualidades reiteradas. Él escribía los editoriales políticos de los domingos y, muchas veces, se iba los viernes de la redacción palpitando alguna primicia. Para su sorpresa, el sábado mismo leía en algún diario de la competencia lo que creía que era su hallazgo, aunque almibarado o distorsionado para beneficio oficial. Cuando notó que circunstancias similares se repetían semana a semana no lo dudó. Llamó a un comisario amigo de la Policía Federal y le transmitió su inquietud: “Me parece que me están pinchando los teléfonos. ¿Tendrá algún especialista para que me revise las líneas?”. Cuando dos técnicos de la Federal llegaron con sus maletines hasta el despacho de Burzaco, los periodistas de la redacción creyeron que eran operarios de ENTel para una revisión de rutina. Nunca se enteraron de que esos dos hombres, sumados a otros policías de civil que esperaban afuera, encontraron una perla a la vuelta del diario. Sobre la avenida Vélez Sarsfield, los sabuesos hallaron una “citroneta” estacionada, con un agente de los servicios que manipuleaba un equipo de audio ultramoderno. Burzaco tenía razón: alguien había ordenado esas escuchas ilegales para saber qué diálogos tenía el director del diario. No hubo denuncia judicial, ni arrestos, pero la “citroneta” no volvió a aparecer por el barrio.
La obsesión del radicalismo por “manejar” a la prensa venía desde lejos. En cien años jamás habían logrado tener un diario propio. Más aún, siempre los perturbó la leyenda del “diario de Yrigoyen”, que le escribían al presidente para enajenarlo de la realidad. También los atormentaba el final de Arturo Illia, cuyo derrocamiento se lo endosaban a la pérdida de imagen urdida por las ironías de la prensa y los humoristas. “Hicimos muchas cosas, pero no las sabemos difundir”, se consolaban a sí mismos los alfonsinistas cuando estaban en problemas.
En un informe especial de la revista Somos en 1988 se consignaba cómo el gobierno controlaba u orientaba canales de televisión, radios y medios gráficos. La política oficial televisiva era “más bien confusa”, según la revista. “Porque no hay una política, sino feudos, como en el tiempo de los militares en que cada fuerza manejaba un canal. La Coordinadora, que responde a Nosiglia, maneja el 13; los históricos de la provincia de Buenos Aires —Moreau—, el 11. Y ATC, después de la gestión Casasbellas, que respondía a Caputo, quedó en manos de Jorge Neder (responde a Carlos Becerra) y de Julio Fernández Cortés, que responde a Fredi Storani.”
Si bien Nosiglia y sus compañeros digitaban los canales capitalinos, la situación se les volvía ingobernable con la prensa gráfica. Joaquín Morales Solá, quien por entonces era columnista político de Clarín, recuerda que él y muchos otros periodistas trabajaban muy contenidos porque recibían del gobierno el mensaje de la fragilidad del sistema democrático: “Es cierto que había un grupo de militares carapintadas dispuestos a todo, pero muchos radicales chantajeaban con esa información”.
Al referirse a Nosiglia, en su libro Asalto a la ilusión, Morales Solá fue contundente: “Hay políticos peores, pero él es víctima de su propio defecto: no tolera cerca ningún periodista que no esté a sueldo de su causa”.
De ese tema también daba fe Raúl Burzaco. Tiempo después del episodio de las escuchas, el periodista recibió una invitación de Nosiglia para almorzar en el restaurante del Yacht Club Buenos Aires. El propio Burzaco contó que el Coti fue directo: “Queremos que trabaje para nosotros, por el sueldo no se haga problema”. Según el entonces director de Tiempo Argentino, esos almuerzos se repitieron en dos ocasiones más, con el mismo ofrecimiento que él desistía con una sonrisa: “El Coti Nosiglia se movía para manejar y controlar los medios de comunicación. Y, en ese juego, pretendió acercarse a Tiempo Argentino y dominarlo desde afuera. Usó muchos subterfugios. El último fue que quería comprarlo. Yo, por supuesto, traté de resistir”.
Es que el Coti tenía muy en claro “el poder” de la prensa. No sólo porque sus familiares habían integrado la cooperativa que editó el diario Tribuna en Posadas, sino también por la traumática experiencia de Illia con los medios de comunicación, cuando su padre Plácido Nosiglia fue funcionario en Salud. Tal vez por eso, el Coti trató de colocar su gente en la que creía una estratégica oficina para bajar línea hacia los medios. En la Secretaría de Información Pública de Alfonsín, tras la temprana renuncia de Emilio Gibaja, recaló Juan Radonjic, hombre leal a Nosiglia aún hoy. El nuevo secretario confirmó en sus puestos a otros dos fieles del Coti: Luis Stuhlman y Oscar Muiño. Aunque el fracaso comunicativo del gobierno siguió siendo la constante. Por eso, decidieron disolver esa secretaría, que pasó a revistar en el área de Cultura a cargo de Carlos Bastianes. ¿A quién respondía el “Gordo” Bastianes? A Nosiglia, por supuesto.
Hasta 1985, la táctica había sido colocar “periodistas de sus filas en los diarios de oposición”, antes que mantener un diario con los dineros del gobierno. Ante ese fracaso y el incipiente negocio de los medios de comunicación que se abría en la Argentina, Nosiglia decidió apostar fuerte. Siempre desde las sombras, ordenó adquirir parte del paquete accionario del diario Tiempo Argentino.
La historia oficial de Tiempo había comenzado a fines de la dictadura. Luego de dos licitaciones fallidas, el Estado decidió otorgar por decreto las instalaciones de La Opinión, a la empresa Dos de Abril, perteneciente al grupo Bridas, de Carlos Bulgheroni, un empresario muy ligado a la clase militar (también dueño de lo que debería haber sido la fábrica rival de Papel Prensa, Papel de Tucumán) y a dos empresarios de origen alemán, Carlos y Tomás Leonhardt, que tenían una participación minoritaria. El 17 de noviembre de 1982 se puso en marcha Tiempo Argentino. El diario importaba a la Argentina la tendencia en boga en el mundo: el arrevistamiento. Es decir, un diseño con fotografías a gran tamaño y con suplementos que usaban la técnica de las revistas semanales.
Pero la historia “no oficial” de Tiempo Argentino se remonta a 1952. Para más datos, al 26 de julio, día en que falleció Eva Perón. Ese día había aterrizado en Ezeiza el príncipe Georg von Waldburd-Zeil, que fue enviado de viaje de egresado a recorrer el mundo, tras terminar el colegio secundario. Heredero de una de las familias más ricas de Alemania, Georg amaneció en una Buenos Aires de luto. Con su compañero de viajes intentó almorzar, pero todos los negocios estaban cerrados por el duelo nacional. Regresó al hotel, pero tampoco tuvo suerte: el restaurante también estaba sin personal. El conserje les pasó a los alemanes un dato salvador: “Si asisten al funeral de Evita, tras pasar el ataúd están entregando comida”. El príncipe no dudó. Y se mezcló con los que hacían cola para ver por última vez a Evita. “La lluvia no paraba un solo instante. La fila de llorosos se alargaba, zigzagueando bajo un techo de paraguas y de papel de diario. Se calculó que llegaba a medir tres kilómetros. Esperaban diez horas haciendo cola, helados, empapados, hambrientos, a menudo enfermos”, describió la biógrafa de Eva, Alicia Dujovne Ortiz. Entre ese grupo estaba Georg von Waldburd-Zeil, quien al llegar al vestíbulo donde se exponía a la muerta sintió que la Argentina era un país mágico al que debía regresar. Observó a la mujer cubierta con un sudario blanco y una bandera patria, y se detuvo en el rosario que le habían colocado entre los dedos flaquísimos. Fue una mirada que duró pocos segundos, al instante estaba descendiendo las escalinatas que rodeaban al féretro, empujado por el desfile incesante de descamisados. Tras esa visión que lo impactó, el príncipe recibió lo que tanto buscaba: la vianda, que incluía sándwiches y café, le devolvió el alma al cuerpo.
Treinta años después, Georg von Waldburd-Zeil regresaría a la Argentina para invertir algunos dineros en el diario Tiempo Argentino con el socio local, su amigo Carlos Bulgheroni. Por eso el periodista Ernesto Schoo estaba convencido de que los Leonhardt eran apenas la máscara del verdadero propietario: “No intervenían para nada, salvo en eventos de tipo social. No pusieron plata: eran los testaferros de un grupo militar”. En realidad, Leonhardt representaba los intereses del príncipe y de los Bulgheroni.
En las elecciones de 1983, el diario no disimuló su apuesta a favor del peronismo. Después sufrió la venganza radical. En La patria periodística, Susana Carnevale describe de qué modo ingresó la Coordinadora de Enrique Nosiglia a Tiempo Argentino. “Tiempo no pasó nunca el tope impuesto; los 60.000 ejemplares que lograra imprimir en medio de frondosas deudas, subsidiadas por el grupo Bridas, habían descendido. Finalmente, triunfaron los impetuosos, ávidos jóvenes de la Coordinadora de la Capital. Bridas retrocedió. Con un acto reflejo, simultáneo al de sus pies, con las manos retiró los fondos. Por su parte, la juvenil formación ideológica acudió presta a golpear las puertas gubernamentales.”
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