miércoles, 9 de noviembre de 2011

Historias insignificantes de la música


Diego Morales escirbió para el Plaza Demo de hoy (suplemento de la sección cultura del Diario Diagonales) esta fantástica historia: un retrato de época desde en subjetivísmo y caprichoso mundo. Genial.


Cuando El Boya nos dijo que su padre le había prestado un precario
Departamento para que ensayáramos con Venenosos a todos nos pareció una propuesta irrechazable. Estaba ubicado en Barrio Hipódromo, al fondo de un pasillo que daba a la avenida 122, casi en la esquina de 38. Luego de escuchar al Boya ninguno pudo suponer que ese lugar se convertiría durante cinco años  en un refugio para la banda y nuestros amigos.

La primera vez que entramos nos dio la impresión de estar en un galpón y no en una casa. Había una habitación amplia donde montar la sala, cocina, baño y living. Además tenía un patio. Pese a estar repleto de escombros, su palmera con forma de ananá en el centro, el pasto que brotaba entre las piedras y un alerito de chapa con piso de ladrillos le daban un aspecto prometedor.

Fueron el Boya y Coco quienes se dedicaron a ponerlo en condiciones. Más que eso, pese a la poca experiencia, quizás guiados por el espíritu de trabajo de sus antepasados italianos, transformaron una pocilga en algo que se asemejaba al departamento de un dandy. Parecía la casa de un Gainsbourg nacido en la calle mas alejada del barrio del Turf platense. 

Néstor, el padre del Boya, al ver que su hijo y sus eternamente cansados amigos estaban haciendo algo productivo, no dudó en sacar la billetera. Pagó los arreglos del baño, la cocina e hizo colocar el piso del living. Casi como una premonición de lo que sería el lugar durante los años siguientes nos reímos al ver las baldosas colocadas. Los dibujos de los cerámicos estaban fuera de foco.
 
Al finalizar la obra, la casa tenía las paredes pintadas de amarillo y azul y la sala de ensayo equipada. No podíamos pedir más: contábamos con heladera, anafe, equipo de audio, bandeja, vinilos, tv, videocasetera, sillones y una larga mesa donde jugábamos a las cartas. Además llevamos cosas de nuestras casas que sumaron confort a las jornadas de música y ocio. Teníamos un lugar para hacer lo que quisiéramos. Habíamos
construido nuestro mundo paralelo. Una vida rodeada de música británica, amigos, juegos de cartas, libros, películas, ping pong, porros, asados y humor ácido llevado al extremo. Años donde aprendimos a esforzarnos por terminar proyectos sin esperar ninguna retribución a cambio. Sólo motivados por el impulso de crear música y
disfrutar la vida a nuestro gusto.

Tras unos meses de ensayos Venenosos formó su identidad con temas Brith Pop y otros más rockeros influenciados por The Jesus And The Mary Chain. Pese a estar condicionados musicalmente encontré en la banda algo que me entusiasmó. El
Boya y Daniel, ambos cantantes y guitarristas, unieron sus voces dándole brillo y frescura a las canciones.

Desde los instrumentos sólo debíamos ocuparnos de tocar lo necesario para que las letras y melodías dieran forma a los temas. De a poco, dejamos de frecuentar lugares y amigos porque teníamos todo lo que queríamos en nuestro refugio de la calle 122. Como compartíamos los siete días de la semana, salvo las horas dedicadas a los ensayos el resto del tiempo lo ocupábamos en rondas de mate,  cerveza, fumar marihuana,
ver fútbol o jugar a las cartas. También había artistas que improvisaban a mano alzada con una birome. Llenamos infinidad de cuadernos con anotaciones de partidas y caricaturas grotescas, todas de un alto contenido sexual y que dejaban (una y otra vez)
mal parados a todos los integrantes de la banda. Estábamos permanentemente de joda y creídos que vivíamos como músicos. Como artistas. En realidad nos sumergimos en una bohemia que nos aisló, nos nutrió y marco de por vida, pero en la que también desperdiciamos años valiosos.

A medida que el mundo exterior no demandaba respuestas las noches se hicieron más largas. También se instalaron discusiones. Algunos partidos de cartas terminaron con sillas estrelladas contra una ventana y fue oscureciéndose el humor del lugar. En el pico de nuestro aislamiento emisarios del exterior nos hicieron llegar comentarios que nos describían como: “Son cualquiera”, “Están quemados” o “Viven encerrados y no quieren a nadie”. Pero a nosotros, lo que más nos preocupaba, era sentirnos incapaces de golpear puertas para mostrar nuestra música. “¿Qué vamos a decir?”, “Con quién vamos a hablar? Si nadie le da bola al rock. Si acá todos escuchan al Puma Rodríguez y Luis Miguel”. Era verdad. Pero también era real que se nos tornaba insoportable, casi imposible, tener que ir a hablar con extraños tratando de mostrarnos simpáticos y entradores.

Pese a todo, todavía me río al recordar situaciones que rozaban el límite entre la broma y la maldad. Cinco años estuvo colgada la misma toalla de mano azul y roja al costado del lavamanos del baño. Era muy gracioso ver a algún ocasional visitante salir del baño con cara de repulsión tras secarse la cara. Cuando alguno que no estaba alertado del peligro se había pasado de tragos le decían: “Loco, anda a lavarte la cara para refrescarte”.

Después, amigablemente le alcanzaban la toalla y le pedían: “Ahora sécate que vas a salpicar todo”. Disfrutábamos viendo al borracho enterrar su cara entre fluidos secos de una noche de amor y restos de comida. Sin poder presentar nuestra música y atrapados en el ostracismo, las cuentas pendientes del mundo exterior se hicieron más pesadas y endurecimos el remedio para olvidarlas. Nos fuimos avinagrando y acentuamos
nuestras debilidades.

Una tarde, la televisión invadió 122. Transmitía en directo el saqueo de un supermercado que estaba frente a nuestra sala. Gente del Dique y del bajo, familias que siempre habían servido la mesa con su trabajo, estaban destrozando el supermercado y se llevaban paquetes de arroz y fideos. Sin tener una explicación lógica, al ver el caos en la calle tuve la sensación de que se aproximaba un cambio. Que no íbamos a poder seguir viviendo creídos de que habitábamos una sucursal de Inglaterra en el barrio del turf platense. Esa tarde no ensayamos, no fumamos ni bebimos. Nos quedamos en
silencio viendo los noticieros.
   
A mediados del 2002, mientras grabábamos el segundo disco, las diferencias internas, los enfrentamientos de egos y las obligaciones personales terminaron con la banda. Mi atención había derivado al pago de un alquiler y a los gastos de mi vida en pareja. Otro
esperaba su primer hijo, los trabajos de los demás comenzaron a exigir más tiempo a cambio de menos paga.

Cuando abandonamos 122 quedamos como osos bailarines devueltos de repente a su hábitat natural. Durante un tiempo me sentí asfixiado, en medio de reuniones aburridas o en charlas de oficina. Esperaba que una mano cálida me despertara de aquella pesadilla, una llamada que me devolviera la ingenuidad, una voz que me dijera: “Matías compró el último de Supergrass, va con Yoni para allá. ¿Vamos a 122 a escucharlo y a
hacer unas barajas?”.

Nunca volví a desperdiciar tan alegremente mi tiempo, y jamás volvimos a
escuchar juntos un disco nuevo.  
Plaza Demo . Historia insignificantes de la música



No hay comentarios: