Diego Morales escirbió para el Plaza Demo de hoy (suplemento de la sección cultura del Diario Diagonales) esta fantástica historia: un retrato de época desde en subjetivísmo y caprichoso mundo. Genial.
Cuando El Boya nos dijo que su padre le había prestado un
precario
Departamento para que ensayáramos con Venenosos a todos nos
pareció una propuesta irrechazable. Estaba ubicado en Barrio Hipódromo, al
fondo de un pasillo que daba a la avenida 122, casi en la esquina de 38. Luego
de escuchar al Boya ninguno pudo suponer que ese lugar se convertiría durante
cinco años en un refugio para la banda y
nuestros amigos.
La primera vez que entramos nos dio la impresión de estar en
un galpón y no en una casa. Había una habitación amplia donde montar la sala,
cocina, baño y living. Además tenía un patio. Pese a estar repleto de
escombros, su palmera con forma de ananá en el centro, el pasto que brotaba
entre las piedras y un alerito de chapa con piso de ladrillos le daban un
aspecto prometedor.
Fueron el Boya y Coco quienes se dedicaron a ponerlo en
condiciones. Más que eso, pese a la poca experiencia, quizás guiados por el
espíritu de trabajo de sus antepasados italianos, transformaron una pocilga en
algo que se asemejaba al departamento de un dandy. Parecía la casa de un Gainsbourg
nacido en la calle mas alejada del barrio del Turf platense.
Néstor, el padre del Boya, al ver que su hijo y sus
eternamente cansados amigos estaban haciendo algo productivo, no dudó en sacar
la billetera. Pagó los arreglos del baño, la cocina e hizo colocar el piso del
living. Casi como una premonición de lo que sería el lugar durante los años
siguientes nos reímos al ver las baldosas colocadas. Los dibujos de los
cerámicos estaban fuera de foco.
Al finalizar la obra, la casa tenía las paredes pintadas de
amarillo y azul y la sala de ensayo equipada. No podíamos pedir más: contábamos
con heladera, anafe, equipo de audio, bandeja, vinilos, tv, videocasetera,
sillones y una larga mesa donde jugábamos a las cartas. Además llevamos cosas
de nuestras casas que sumaron confort a las jornadas de música y ocio. Teníamos
un lugar para hacer lo que quisiéramos. Habíamos
construido nuestro mundo paralelo. Una vida rodeada de
música británica, amigos, juegos de cartas, libros, películas, ping pong,
porros, asados y humor ácido llevado al extremo. Años donde aprendimos a
esforzarnos por terminar proyectos sin esperar ninguna retribución a cambio.
Sólo motivados por el impulso de crear música y
disfrutar la vida a nuestro gusto.
Tras unos meses de ensayos Venenosos formó su identidad con
temas Brith Pop y otros más rockeros influenciados por The Jesus And The Mary
Chain. Pese a estar condicionados musicalmente encontré en la banda algo que me
entusiasmó. El
Boya y Daniel, ambos cantantes y guitarristas, unieron sus
voces dándole brillo y frescura a las canciones.
Desde los instrumentos sólo debíamos ocuparnos de tocar lo
necesario para que las letras y melodías dieran forma a los temas. De a poco,
dejamos de frecuentar lugares y amigos porque teníamos todo lo que queríamos en
nuestro refugio de la calle 122. Como compartíamos los siete días de la semana,
salvo las horas dedicadas a los ensayos el resto del tiempo lo ocupábamos en
rondas de mate, cerveza, fumar
marihuana,
ver fútbol o jugar a las cartas. También había artistas que
improvisaban a mano alzada con una birome. Llenamos infinidad de cuadernos con
anotaciones de partidas y caricaturas grotescas, todas de un alto contenido
sexual y que dejaban (una y otra vez)
mal parados a todos los integrantes de la banda. Estábamos
permanentemente de joda y creídos que vivíamos como músicos. Como artistas. En
realidad nos sumergimos en una bohemia que nos aisló, nos nutrió y marco de por
vida, pero en la que también desperdiciamos años valiosos.
A medida que el mundo exterior no demandaba respuestas las
noches se hicieron más largas. También se instalaron discusiones. Algunos
partidos de cartas terminaron con sillas estrelladas contra una ventana y fue
oscureciéndose el humor del lugar. En el pico de nuestro aislamiento emisarios
del exterior nos hicieron llegar comentarios que nos describían como: “Son
cualquiera”, “Están quemados” o “Viven encerrados y no quieren a nadie”. Pero a
nosotros, lo que más nos preocupaba, era sentirnos incapaces de golpear puertas
para mostrar nuestra música. “¿Qué vamos a decir?”, “Con quién vamos a hablar?
Si nadie le da bola al rock. Si acá todos escuchan al Puma Rodríguez y Luis
Miguel”. Era verdad. Pero también era real que se nos tornaba insoportable,
casi imposible, tener que ir a hablar con extraños tratando de mostrarnos
simpáticos y entradores.
Pese a todo, todavía me río al recordar situaciones que
rozaban el límite entre la broma y la maldad. Cinco años estuvo colgada la
misma toalla de mano azul y roja al costado del lavamanos del baño. Era muy
gracioso ver a algún ocasional visitante salir del baño con cara de repulsión
tras secarse la cara. Cuando alguno que no estaba alertado del peligro se había
pasado de tragos le decían: “Loco, anda a lavarte la cara para refrescarte”.
Después, amigablemente le alcanzaban la toalla y le pedían:
“Ahora sécate que vas a salpicar todo”. Disfrutábamos viendo al borracho
enterrar su cara entre fluidos secos de una noche de amor y restos de comida. Sin
poder presentar nuestra música y atrapados en el ostracismo, las cuentas
pendientes del mundo exterior se hicieron más pesadas y endurecimos el remedio
para olvidarlas. Nos fuimos avinagrando y acentuamos
nuestras debilidades.
Una tarde, la televisión invadió 122. Transmitía en directo
el saqueo de un supermercado que estaba frente a nuestra sala. Gente del Dique
y del bajo, familias que siempre habían servido la mesa con su trabajo, estaban
destrozando el supermercado y se llevaban paquetes de arroz y fideos. Sin tener
una explicación lógica, al ver el caos en la calle tuve la sensación de que se
aproximaba un cambio. Que no íbamos a poder seguir viviendo creídos de que
habitábamos una sucursal de Inglaterra en el barrio del turf platense. Esa
tarde no ensayamos, no fumamos ni bebimos. Nos quedamos en
silencio viendo los noticieros.
A mediados del 2002, mientras grabábamos el segundo disco,
las diferencias internas, los enfrentamientos de egos y las obligaciones
personales terminaron con la banda. Mi atención había derivado al pago de un
alquiler y a los gastos de mi vida en pareja. Otro
esperaba su primer hijo, los trabajos de los demás
comenzaron a exigir más tiempo a cambio de menos paga.
Cuando abandonamos 122 quedamos como osos bailarines
devueltos de repente a su hábitat natural. Durante un tiempo me sentí
asfixiado, en medio de reuniones aburridas o en charlas de oficina. Esperaba
que una mano cálida me despertara de aquella pesadilla, una llamada que me
devolviera la ingenuidad, una voz que me dijera: “Matías compró el último de
Supergrass, va con Yoni para allá. ¿Vamos a 122 a escucharlo y a
hacer unas barajas?”.
Nunca volví a desperdiciar tan alegremente mi tiempo, y
jamás volvimos a
escuchar juntos un disco nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario