viernes, 29 de octubre de 2010

10 SEGUNDOS

Una exhalación. Un suspiro. Una instantánea eterna.


La nena de 4 o 5 años, en los hombros de su papá, pone los dedos en V y los lleva bien alto. Canta el himno nacional. Alrededor de ella y de su papá, de ese mundo de fantasía que la eleva por sobre la cabeza de casi todos, hay cientos de miles que replican el gesto, el rictus, la entonación. Van casi 12 horas. Llevan sobre sus hombros, como ese papá a su nena, 12 horas de fila, de espera, de aguante. Llevan sobre sus hombros las mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, una espera espesa para saludar, por última vez, al hombre que le devolvió los sueños.

Muchos de los que están ahí, a 50 metros de entrar a la Casa Rosada, acumulan medio día de paradojal espera. En fila, cantaron, rieron, lloraron y no pensaron casi nada, sino que sintieron en esa procesión pagana en busca de un instante final frente a su Presidente.

Son 50 metros que se recorrerán en más de una hora con la columna vertebral convertida en una mochila cargada de plomo, con las rodillas desfallecientes, con los pies hinchados. Abigarrados, apretados. Eso es lo que fueron a buscar esos militantes y esos adherentes: mimetizarse con el otro que en realidad es uno mismo. La otredad no está hoy acá. Debe estar lejos: en la banca de los que votaron en contra de la estatización de la jubilaciones, en la voz de los que repudiaron la política latinoamericanista, en el voto negativo contra la ley de medios, en el tembloroso NO positivo, en el grito chúcaro de los delegados de la cámaras patronales de los agronegocios.

Pero acá no. Todos esos, cientos de miles, son un sólo sujeto apretado. Eso fueron a buscar. La angustia de ver por TV o escuchar por radio es inaguantable. A pesar de tener 12 horas de espera sobre el lomo, así se siente mejor.

El cuerpo, a esta altura, no se siente. Pecho con espalda, hombro con hombro. Todos juntos, casi pegados. No hay dolor. El viento, fresco y potente, golpea en la cara para devolver las sensaciones. El cerco que separa a la plaza de la Casa Rosada está ahí nomás e impacta: hay 4 o 5 o 10 capas de banderas, pancartas, cartelitos y ofrendas pegadas.

La entrada al frente de la Casa Rosada es impactante por la inmensidad y la majestuosidad iconográfica. La bandera queda como una ofrenda eterna y fugaz allí en la entrada. Las coronas, miles de ellas, adornan el frente. La solemnidad, entonces, apaga los cantos. Congela. Se escuchan los aplausos que vienen desde adentro de la capilla ardiente y, enseguida, el silencio sagrado.

José de San Martín, Simón Bolívar, Bernardo O´Higgins y Juan Manuel de Rosas custodian los metros que anteceden la entrada a la Capilla Ardiente. Es imposible captar con los sentidos lo que dicta el corazón latiendo a mil, las piernas que se aflojan, las pulsaciones que se aceleran. El cuerpo actúa por sí mismo con independencia de un cerebro atravesado por imágenes potentes. Movilizadoras.

Esos nombres empequeñecen a cualquiera mientras se acerca el momento de despedir a un patriota contemporáneo que luchó como ninguno de sus pares por la reconstrucción de la Patria Grande en este tiempo histórico. “El mejor de nosotros” dijo Chávez. Esas palabras parecen retumbar en el ámbito mientras todo se acelera. Otra vez los aplausos espasmódicos sacuden ese silencio sagrado.

La vista se obnubila. No hay chance de comprender la escena. Hay una opresión de los sentidos y del sentido del tiempo y del espacio: el féretro, Alicia, Abal Medina, otro montón de gente. El féretro, como representación simbólica que no alcanza, que no sirve porque nadie, ninguno de los miles que pasaron y pasarán por ahí, tienen real dimensión de lo que pasó.

Una exhalación. Un suspiro. Una instantánea eterna.

La escena queda atrás y los pasos apesadumbrados vuelven sobre sí mismo. Es un vistazo casi por sobre el hombro para certificar que la escena es verdad. Y un pensamiento que es un hasta siempre: chau cumpa, gracias por todo!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente relato, realmente fue así. No puedo decir más nada

Anónimo dijo...

A pesar de no haber estado allí, mirando por televisión a tantos reunidos, sentí por primera vez que el espejo, por fin, me devolvia una imagen que no me era insoportablemente extraña... Gracias por estar ahí y representar (de alguna manera) a los tantos, miles que nos emocionabamos a la distancia.