La unión íntima que hay entre "El paciente inglés" (película ganadora del Oscar en 1996) y esta más que humilde columna es que coinciden en el disparador de la trama: una historia de amor. Como (casi) todas las historias, en realidad.
Ahí está Gabriel Palermo, llorando de emoción en la tribuna cuando el Titán, su hermano, pisa la cancha. Ahí está “el grupo” (como dice Maradona) festejando ese gol del goleador histórico de Boca como si fuera el que define el campeonato. Es que todos saben del esfuerzo monumental (vale la paradoja) de Palermo y lo que significa ese grito mundial. Es el aura de Palermo. Es lo que genera su espíritu. Es Palermo Hollywood: el sesgo de fábula mitológica de la vida del Titán supera la ficción yanqui. Es un gol del grupo.
Ahí está Diego, arrodillado en el piso, lamentándose por ese palo artero que le niega a Messi reeditar su ya lejana conquista mundial ante Serbia en 2006. Es Maradona el principal interesado en que el Enano se corporice en el papel protagónico de la remake de aquel México 86.
¿Is this love that i’m feeling? Yes, i know now (Marley dixit).
¿Espartanos? Espantan hermano! Pero la cuestión es la paciencia. Y aquí la diferencia ocn la película. No se trata de un enfermo en recuperación (¿o si?) sino de la calma del equipo argentino.
Los 77 efímeros minutos en los que Argentina trabajó el partido ante el rudimentario y disciplinado equipo heleno, herederos (¿?) del espíritu guerrero de aquellos 300 espartanos que contuvieron al fastuoso ejército persa en el desfiladero de las Termópilas.
Como ante las tropas de Jerjes (líder persa), estos griegos conducidos por el simpático alemán Otto Rehhagel se sabían en clara desventaja técnica, individual y colectiva y salieron con un sólo objetivo: aguantar la mecha.
El tema es que aquellos guerreros espartanos eran expertos en el arte de la guerra, que consiste en defender y atacar.
Pero estos contemporáneos griegos apenas cumplieron con la mitad de la faena. Defendieron muy bien (vale decir que con este planteo y con varios de los hombres que estuvieron ayer en cancha, ganaron la Eurocopa 2004) pero jamás se les pasó por la cabeza atacar colectivamente.
En ese contexto el equipo nacional, muy bien conducido por Verón, tuvo la infinita paciencia de buscar los caminos adecuados para vulnerar la defensa del rival. El resultado era inexorable, pero el desafío mantener la calma y la mente diáfana. Y Argentina lo logró.
La Selección intentó con conexiones cortitas y a velocidad sideral (por el medio esencialmente, aunque también por las bandas, sobre todo con el tándem Clemente-Verón), con pelota parada, con pases largos profundos, con remates de media y larga distancia, con el rezo y las diatribas de Diego, con los cambios de hombres y de esquemas que propuso el DT.
Argentina le tiró con todo a los estoicos griegos (que no se sabe que defendían: ni un imperio ni la grandeza -eso era Roma ¿no?- ni la clasificación, porque el empate no le alcanzaba): en un momento estaban en cancha Verón, Bolatti, Di María, Pastore, Messi y el Titán.
Tiki Tiki, taca- taca. Maradona entendió, otra vez, lo que pedía el partido. Sus cambios, de nuevo, le dieron aire al equipo.
Y después del primer grito argento (Demichelis maquilló otro partido flojito), Grecia no tocó más la pelota. No pudo, porque el equipo de Diego la escondió, se divirtió y marcó el segundo. Y ganó. La primera fase fue perfecta. Ahora llega lo difícil.
PD: Perdón, Clemente.
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