La emoción roza el paroxismo y nada (o poco) tiene que ver la magnificencia del estadio. Lo que despierta la nostalgia filial y la identificación sanguínea es algo más profundo que un montón de cemento y hierro y vidrio y pintura y el sentido estético de la construcción: es que en ese mismo lugar, a pesar de ser ahora tan diferente pero que conserva los olores y los recuerdos que vertebraron una parte de tu vida, forjaste una buena parte de tu sentido de pertenencia, gracias a esa irracionalidad mística argenta que encuentra en el fútbol un cacho importante de nuestro ser.
Es que en este lugar, tan distinto a lo que era ayer pero con los mismos olores y los mismo recuerdos flotando en el ámbito, te encontraste por primera vez con los rituales paganos cuando todavía las preocupaciones no existían; te chocaste, casi en un rito iniciático, con una multitud rugiente que espiaste desde lo alto, cuando subías por las escaleras hasta la Cordero y una vez allí, en la cima y con el vértigo hormiguenado en tu estómago, se te abrió como una revelación el escenario mítico que habías imaginado cuando leías El Gráfico o escuchabas la radio: sí, la casa de Erico y De la Mata, de Grillo y Sastre, de Pasotriza y Ruben Navarro, de Artime y Chirola Yazalde, de Pavoni y Pepé Santoro, de Mura y Bernao, de Burruchaga y Alzamendi, de Trossero y Villavede, de Bertoni. De el Gran Maestro Bochini. Ahora era tu casa también.
En este lugar tan distinto pero tan igual, compartiste mosaicos de tu vida con hermanos, con tu viejo y tu abuelo, con tu vieja, con tus primos, con amigos, con conocidos y con desconocidos íntimos y a cada paso, ante cada olor que se cuela y activa la añoranza, sentís que estás en tu casa. Otra vez. Como siempre.
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